“Así que no preguntes. Recuerda solo que no debes volar nunca sin cerillas ni una caja de galletas. Y claro que vas a volar. Siempre lo supe. Lo vi en las estrellas”. Beryl Markham, Al Oeste con la noche
UNO
Beryl Markham tenía una estrella. Pero no estaba escondida en la campiña de su Inglaterra natal. No. Su estrella se llamaba Pegaso, y había nacido en un establo de África: era el primer potrillo traído al mundo por Coquette, una de las yeguas que Beryl cuidaba en la granja de su padre en Kenia.
La noche del parto, Beryl miró al cielo y decidió poner nombre de astro alado a su caballo.
DOS
De todo esto hace ya muchos años. Beryl ya no sigue entre nosotros, pero esta exploradora sin fronteras dejó escritas unas memorias muy chulas – gracias Libros del Asteroide, por publicarlas en nuestro idioma-, tan chulas que hasta el mismo Hemingway quedó impresionado cuando las leyó: “Leíste el libro de Beryl Markham “Al oeste con la noche?” Ha escrito tan bien, tan maravillosamente bien, que me siento totalmente avergonzado de mí como escritor”.
TRES
1906. Berly Markham tenía cuatro años cuando dejó su tierra natal para mudarse a Kenia con su familia. Su madre no aguantó la polvareda y decidió regresar a Inglaterra, pero Beryl decidió permanecer en Kenia con su padre, creciendo en plena naturaleza, jugando con los nativos, aprendiendo el oficio de criadora y entrenadora de caballos.
Como tú y como yo, Beryl Markham también tenía una estrella. La suya vivía enredada en unos rizos que volvieron loco hasta el mismísimo Duque de Gloucester. Su estrella era salvaje, rápida, tan veloz como los caballos de carrera que Beryl entrenó durante años. La adiestradora de caballos era un ser libre, tan libre como el cielo que aprendió a surcar de la mano de Tom Campbell, el piloto que un día se cruzó en su vida “por casualidad”, el mismo que se convertiría en mentor de su sentido de la intuición y el instinto:
“Aprendí a mirar, a depositar mi confianza en manos de otro. Y aprendí a ir a la deriva. Aprendí lo que cualquier joven soñador necesita saber: ningún horizonte es tan lejano que no lo podamos alcanzar o superar. Todas esas cosas las aprendí enseguida. Pero faltaban la mayoría, y no eran tan fáciles”.
CUATRO
A Beryl Markham le gustaba pensar que las dificultades eran peces de colores. Y que todos los días podían ser de color azul de ultramar. Después de triunfar como entrenadora de caballos, volar su Avian se convirtió en su gran pasión. En él trasladaba correo, personas, enfermos atrapados en la selva y hasta organizaba safaris.
Algunos días, Beryl Markham tenía dudas: sobre volver a Inglaterra, sobre abandonar África, sobre dejar de volar:
“¡Y todavía me quejo! Si no, por qué estoy aquí soñando con Inglaterra? Por qué sigo mirando la fogata como una alma perdida en pos de esperanza cuando todo lo que amo lo tengo al alcance? Porque soy curiosa. Porque ahora soy ya, incorregiblemente, una trotamundos”.
De paseo por las nubes, Beryl Markham aprendió a buscar su estrella en soledad. Y a escribir mapas nuevos con ideas viejas. El 04 de Septiembre de 1936, Beryl Markham comenzó un viaje que le llevó a cruzar el Océano Atlántico de Este a Oeste, desde Europa a Nueva York, en un vuelo sin escalas. Su avión acabó empotrado en Nueva Escocia, (Canadá) y ella terminó llena de barro hasta los rizos, pero el mundo entero celebró la pericia de esta mujer que desde muy pequeña supo hacer caso a su intuición.
CINCO
A caballo o en avión, a Beryl nunca le faltó el valor de escribir su propio mapa:
“Aquí está tu propio mapa. Ábrelo, síguelo, y luego tíralo si quieres. No es más que papel. Papel y tinta, pero si te detienes un instante y lo piensas, verás que estas dos cosas raramente se han concertado para lograr un documento tan humilde y, sin embargo, tan repleto de historias esperanzadas, de sagas épicas”.
Beryl Markham, “Al Oeste con la noche” – Editorial Libros del Asteroide.