Los colores de Marc Chagall (Vitebsk, 1887-Paris 1985) cantan. Su obra es dulce como la miel, pura como las nubes: “No digo nada del cielo, de las estrellas de mi infancia. Son mis estrellas, mis dulces estrellas; me acompañan al colegio y me esperan en la calle hasta que vuelva. Pobres, perdonadme. ¡Os he dejado solas a una altura tan vertiginosa!”
“Mi vida”, sus memorias, (Ed. Acantilado, 2012) fue escrito entre 1921 y 1922. La obra, acompañada de dibujos, esconde reflexiones en torno al amor, el talento, la vida del artista, la huída del Comunismo, la búsqueda de la belleza:
“No necesito reconocimiento, sino ser sólo un artesano silencioso como usted; así como sus cuadros colgados, me gustaría suspenderme a mí mismo, en su calle, cerca de usted, en su casa. ¡Permítame!”
Tras una infancia en Vitebsk, el artista sabe que debe marchar, emprender su viaje, buscar su destino. Pide ayuda a Dios:
“Dios, Tú que te escondes en las nubes, o detrás de la casa del zapatero, haz que aparezca mi alma, alma dolorosa de niño tartamudo, revélame el camino. No quiero ser como los demás; quiero ver un mundo nuevo”.
Ese mundo nuevo le llevaría hasta París. Sin dejar de amar su Rusia natal, Chagall descubre a los impresionistas y a los cubistas, al tiempo que decide seguir su propio camino:
“Personalmente, no creo que la tendencia científica sea la más afortunada para el arte. El impresionismo y el cubismo me resultan extraños. El arte me parece sobre todo un estado del alma. Todas las almas son santas, la de cada bípedo en cualquier punto de la tierra. Sólo es libre el corazón honesto que tiene su propia lógica y su razón”.
En su búsqueda de sentido le acompaña Bella, su mujer:
“Nunca llegaré a entender por qué todos los hombres se amontonan en los mismos sitios, mientras que, fuera de las ciudades, decenas de miles de quilómetros de espacio se extienden a izquierda y derecha. Me contentaría con un rincón cualquiera, con un lugar retirado. Estaría tan bien allí. Me sentaría en una sinagoga y miraría. Sencillamente. O en un banco, a la orilla de un río, o si no haría visitas. Y pintaría. Pintaría cuadros que, tal vez sorprenderían al mundo entero. No”
Chagall, que se rebeló contra el comunismo imperante en su amada Rusia, buscaba un lugar donde crear y resistir:
“¿Qué más quedaba por hacer? ¡Dios mío! Es cierto, me has dado talento, al menos eso dicen. Pero ¿por qué no me has dado una cara imponente para que me teman y me respeten? Si fuera, por ejemplo, corpulento, majestuoso de estatura, de piernas largas, de cabeza cuadrada, entonces me tendrían miedo, como ocurre casi siempre en este mundo. Pero mi cara es demasiado dulce. Me falta una voz que retumbe”.